Feia força temps que no m’aprofitava de Vicente Verdú.
Ho vaig fer la setmana passada i avui em toca reincidir en un article d’aquells
que paga la pena molt llegar per la seva qualitat i claredat. Un article que us
aconsello amb tot plaer.
El negro de los impresionistas
Los impresionistas vuelven de nuevo a Madrid. Ahora son artistas
norteamericanos y el Thyssen-Bornemisza acoge sesenta de sus obras.
Los impresionistas viejos conocidos en casi todas partes llegan siempre a las
ciudades con una alegría parecida a los Luthiers. El público se anima.
¿Se anima a causa de
su irrenunciable joie de vivre? Efectivamente.
A los impresionistas les gustaba la luz, y aún más la luz que se colaba
dulcemente en los hogares o por sus entornos. Cézanne, sin embargo, tantas
veces presentado al lado de Matisse, Renoir o Monet, repetía una sentencia que
negaba parentesco alguno. Decía: “La luz no existe para el pintor”. Estaba, en
suma, muy harto de que su pintura —demacrada y arquitectónica— la confundieran
con las confituras de aquellos a cuyo lado expuso en 1877 por última vez.
En buena medida, los
impresionistas fueron tan gozosos que nunca aceptaron, de un lado, el blanco
soso (“El blanco no existe en la naturaleza”, decía Renoir) y, de otro, el
negro hermético. Manet (1832-1883), que amaba el negro (Olympia, Almuerzo
sobre la hierba), abominó también de ser adscrito a la risueña
manada. Este supremo pintor, celebrado parcialmente en su tiempo y aceptado,
con reticencias, en el Salón de París gracias al amparo de Delacroix, que en
1857 era ya miembro de la Academia, tampoco se quería “impresionista”. De una
parte, era el menos radical, nunca se consideró revolucionario de nada y, entre
otros factores, sus pasteleos con el “poder” le acarrearon una perdurable
enemistad con Degas (tan amigo, mira por donde, de los pasteles)
Más que nada, Manet se consideraba seguidor de Gustave Courbet,
muy celebrado como pintor realista en la década de 1850. Tanto Monet como
Renoir admiraban e imitaban a Courbet, pero de tal modo que a Courbet le sacaba
de quicio ese pupilaje.
Muchos profesores universitarios explicarán con mayor saber este
fenómeno del negro y el blanco pero, a primera vista, las colas que ahora
visitan el Thyssen pueden constatar cómo el característico negro impresionista
no se compone nunca del negro a secas. “En la naturaleza no hay negro, sino
sombras violetas”, decían; y este lema lo repitieron tanto los impresionistas
que les llamaron “violetemaníacos”.
Nada que ver con el negro duro e impenetrable de pintores
españoles tan recientes como Chillida, Miralles o Saura. A ese negro de
posguerra no lo traspasa una bala mientras que el negro de los impresionistas
es una amable caída en la promiscua oscuridad. Ni enLa estación de Saint Lazare, de la que
llegó pintar cuatro versiones en 1877, Claude Monet se dejó ennegrecer por el
hollín que despedían las locomotoras. Así que incluso lo que podría tenerse por
lo más negro del cuadro es efecto de mezclas entre los nuevos colores
artificiales y brillantes de entonces, como el azul cobalto, azul cerúleo,
ultramar sintético, verde esmeralda, verde viridiana, amarillo de cromo, rojo bermellón
y una laca de carmín basada en tinte sintético.
Este negro es casi como el negro pero no está blindado, sino que
permite bucear en él como en un sillón mullido. El impresionismo es popular, es
amable, nos serena y gusta a todo el mundo. ¿Por qué? Porque aun en el mayor
luto de algún cuadro el duelo no parece letal y su funeral sigue evocando la
gozosa vida eterna del color que, aún muy apretado, expresa.
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