Si hi ha un pensador important
que reflexiona constantment en relació a l’art i és capaç de discrepar de la
realitat imposada ( és a dir art contemporani ) amb finesa i capacitat
dialèctica és Vicente Verdú.
Aquest dissabte a la seva habitual tribuna de “El País” deixava
aquesta perla que cal llegir de manera obligatòria, especialment per quasi tots els polítics i responsables artístics d’arreu, que haurien de
llegir i si de cas , discutir.
Aquí la deixo, tan sols amb l’apunt
de que òbviament l’autor no ha visitat la Mostra d’Art Jove que organitzada per
l’IMAC domina a Can Palauet. Però sense saber-ne res , la clava. I és que quan
el mal anomenat art contemporani és tan banal, fútil i intranscendent com el
que corre per les nostres contrades , la seva aposta és simplement qüestió de
psiquiàtric.
El arte ¿es arte?
Vicente Verdú
En otros momentos nos habría
exasperado tanta banalidad, rayando el timo, expuesta en las mejores galerías y
en prestigiosos museos, pero ahora, progresivamente, casi lo mismo nos da. La
belleza hace tiempo que se escindió del producto artístico y siendo posible
aceptar que lo feo sea altamente interesante, que las vísceras en corrupción
del buey en una muestra despierten sensación o que las vaqueros rotos, los zapatos
manchados, los muebles en découpage y las calaveras tatuadas sean buena
parte de nuestro repertorio estético ¿cómo ponerse finos ante la creación?
Gombrich decía, mucho antes de
que las cosas llegaran a este extremo, que “arte es aquello que los artistas
dicen que es arte”. Se trataba así, por este supercrítico, de salir airosamente
del trago. Si los ebanistas hacen muebles de todas clases, los artistas hacen
arte, sea de la forma y composición que sea.
La novedad, sin embargo, tratada
el jueves por el profesor Calvo Serraller en su excitante conferencia del Reina
Sofía es que, a fuerza de aceptar la belleza convulsa de los bretonianos —una belleza fuera
de todo canon y saciada de libertad hasta el vómito, cuyo interior ha estallado
en pedazos y de cuyos cascotes han ido produciéndose manifestaciones; unas
llamativas y otras, ni fu ni fa— lo bello ha abandonado su trono imperial
cargado de oros y el pasto del pueblo liberado ha adquirido las mil caras de la
libertad y la fast food.
Antes del siglo XVIII, antes de
la liberadora Ilustración, la belleza se hallaba enjaulada en reglas divinas
que como la simetría, la proporción, el ritmo evocaban las leyes matemáticas
que son, con Pitágoras, las leyes de Dios.
Tan pulcra como la matemática,
tan digna y exacta como ella, la belleza era casi una ciencia para cuya
producción era necesario aprender meticulosamente un oficio y seguir
severamente sus órdenes y principios. Hoy, sin embargo, brotan músicos y
escritores y pintores por todas partes. Es una belleza de puertas abiertas, el
desorden es su correlato natural.
La pretensión de la belleza, como
se ve en los escotes, en los cortes de pelo, en la arquitectura o en las
faldas, no es simétrica sino asimétrica. La desproporción, el exceso, se impone
espectacularmente a la precisión; y lo atonal, lo arrítmico pugna por hacerse
oír mejor.
Una creación como la de la marca
Desigual y las últimas colecciones de Custo Barcelona son un ejemplo cercano de
la nueva belleza tan convulsa que, si parece colapsar en el proyecto, no llega
nunca a la postración, sino a la sensación.
De ese universo estético está
hecha actualmente la polimoda. Porque ahora no hay ya una moda imperante o
única como no hay ningún canon de belleza superior. En las noticias de cada día
la fe se intercambia bélicamente (convulsamente) con la blasfemia, lo minimalcon
el barroco, las prendas de Ralph Lauren con los serios modelos de Dior, el
miedo de todos nosotros por un pavor mayor.
Este fin de semana se celebra en
Madrid la operación Open Studio con el propósito de “abrir las
puertas” de los espacios de los artistas a los galeristas, los coleccionistas,
los críticos y los vecinos. Todo se mezcla en una promiscuidad de expertos y
profanos, de gentes con juicio, con prejuicios y sin nada que opinar.
El arte se ha despojado de sus
hábitos místicos y es carne de mercado. Y el mercado, como la crisis enseña, es
tan errático como desequilibrante, tan desproporcionado como famoso, tan
arrítmico como un infarto, tan decisivo como invisible.
El arte, ¿es arte? A estas
alturas qué más dará esta etiqueta ancestral. La política, la economía, la
sociedad y la cultura se hallan en una era cuyo máximo carácter es carecer de
nombre propio. En estas condiciones de perdición, deslocalización, desconcierto
y apocalipsis ¿a qué propiedades más o menos fijas podría la belleza aspirar?
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