Cada dijous Vicente Verdú fa lliçó magistral a les pàgines de “El País” amb les seves reflexions filosòfiques i artístiques , al voltant del món cultural. Uns articles de gran qualitat i que obliguen a una lectura plena, conscient i serena. Uns articles que m’emocionen i que acostumo a recomanar i que de tant a tant, reprodueixo per que arribi a quanta més gent millor.
El d’avui ,molt dur però alhora absolutament verdader , que serveix alhora com a marca de foc per diferenciar un veritable artista d’un farsant passavolant , mereix una lenta i detinguda visita , acompanyada d’una més íntima i profunda reflexió interior.
Crec que paga molt la pena , gastar-hi deu minuts.
La muerte del artista enfermo
El arte y la enfermedad se han presentado tantas veces unidos que podría pensarse en la misma enfermedad como una base primordial del arte. La plataforma cimentada sobre la que el arte podría empezar a brotar, a crecer y a cultivarse.
Hay un dolor asociado a la creación que reproduce -legendariamente- el dolor de Cristo sufriendo la penitencia de la Pasión para salvar al mundo. Hay en la palabra creador una bivalencia que señala de un lado al Creador divino y, de otra, al creador humano. Ambos creadores y ambos identificables porque producen la obra admirable a partir de la nada.
¿Producen la obra admirable de la nada porque acaso gracias a gestarse en ese vacío, limpio y puro, alcanza nuestra devoción? ¿Producen, en fin, la obra grande e incluso incalculable porque parten de cero? ¿Parten del cero, número mágico por excelencia, para saltar a la excelencia del infinito?
Todo artista genuino suele asombrarse y hasta quedar atónito de su propia obra, al concluir. La obra no ha seguido la fórmula de un escrito judicial, ni el proceso de una copia o la organización de un libro de texto. No nace de un proyecto altamente determinado ni para cumplir con una clara finalidad. Tampoco se presenta como una decoración utilitaria ni tampoco, necesariamente, para obtener alguna condecoración.
El autor es actor pero se olvida como los buenos comediantes de que se encuentran sobre las tablas. La obra que producen sólo les ilumina a ellos mediante una extraña refracción. Es decir, a través del malentendido que el público asume al confundir los propósitos de ese sujeto con el objeto que, efectivamente, se le ha ido de las manos y ni siquiera, al fin, le responde como parte de su propiedad.
El artista es, en consecuencia, un ser gravemente incompleto. Un funambulista trastabillándose entre la inspiración y la perplejidad. Es, por tanto, imposible que un artista llegue a crear algo interesante si asegura conocerse bien. El desconocimiento de uno mismo es cosa común pero nunca será artista aquel que, obviando esta realidad, se considere sabio de sí.
Quien se sabe bien y tanto más cuanto mejor dice saberse es incapaz de ofrecer un insólito sabor. El interés gastronómico se saciaría en el regusto de quien se es. "Yo soy el que soy", dice el mismo Dios sin dar más explicaciones. Sin dar la menor explicación sobre su ser porque el solo conato de creer entenderse y hacerse entender lo mataría.
Porque, ¿cómo aceptar a un Dios pagado de la conciencia de ser Dios? Si la acción de Dios es, en efecto, tan errática e injusta, tan arbitraria y descabellada, se debe a que su conducta no la rige ninguna razón ni virtud localizable.
Él es el que es en el lugar del no se sabe dónde está. Hace o deshace de la misma manera que, al no controlar su presencia podría de hecho desaparecer y no dejar pista alguna de su azarosa y sorprendente evasión, como viene siendo corriente.
Por su parte, el autor reproduce hasta cierto punto esta figura que no se configura demasiado ni es tampoco preexistente sino que se aviene, según las circunstancias. El autor hace un Dios que, como todo aquello que realiza honradamente, se le escapa de las manos y el efecto de esta ansiedad recurrente bastaría para ponerlo enfermo.
De tisis, de sífilis, de cirrosis o de hambre morían los autores románticos. No hace falta llegar a esta triste caricatura del autor / creador, el creador / Cristo para detectar la enfermedad, física o psíquica, como inseparable y subterránea compañera del artista. La enfermedad es, en sí misma, artista. Viene de golpe, mata sin pretexto, acarrea trastornos imprevisibles el día anterior.
La enfermedad nos rescribe o nos repinta como en un nuevo cuadro biográfico. Se añade al primer impulso de la vida como otro impulso igualmente indescifrable y entre cuyas manos, en medio de su destartalado seno nos morimos sin saber por qué.
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