De tant en tant aprofito aquest blog per apuntar
reflexions que no em pertanyen però que crec interessants. Un dels pensadors
que sovinteja per aquí és Vicente Vedú al que feia un temps tenia abandonat
però que avui seria pecat oblidar-l’ho després de la magnífica reflexió al
voltant de la vida que dona la mort a qualsevol artista.
Una reflexió adusta i a voltes cruel però que
crec que paga molt tenir-la en compte . us l’aconsello.
La muerte del artista
La profesión de artista, aun siendo un trabajo como otro
cualquiera, incluye extrañamente como factor productivo la muerte. En los demás
oficios se muere y se acaso se recibe el plus de los sagrados oficios pero ahí
termina más o menos todo.
Los artistas, por el
contrario, pueden cargar con su misma extinción física hasta convertirla en oro
cuando los rituales mundanos han concluido tiempo atrás. Hay incluso escritores
que, conociendo a fondo este fenómeno, dicen (mentirosamente) escribir para la
posteridad. No disfrutarán la posteridad en directo pero la posteridad puede
estar aguardándolos sin prisa y llena de galardones. Se trataría de aquellos
autores que se llaman hoy inmortales puesto que han proyectado sus nombres
sobre los cielos del más allá, y, precisamente, cuando el más acá les escatimó
la felicidad y, a menudo, les segó tempranamente sus vidas. Desde Bolaño a
Kafka, desde El Greco a Van Gogh, una tropa de creadores nació para abonar con
sus cenizas los bancales de una bacanal a la que, desde luego, no se les
franqueó el paso cuando respiraban.
Gracias, precisamente,
a una muerte temprana y oportuna, Poe o Modigliani se coronaron de adelfas, y
personajes como Michael Jackson, Elvis Presley, John Lennon o Marilyn Monroe
siguen haciendo caja hoy incluso con mayor prosperidad que cuando existían.
Según los cánones, todo héroe debe morir de súbito y joven. Después, su
celebridad perdería luminiscencia y podría condenarlo a la enfermedad y a la
ruina como le pasó al sexagenario Rembrandt, entre tantos otros pintores o
poetas.
En general, y salvo
contadas excepciones, un empresario o un político importante no necesita morir
más o menos pronto para ascender. Los Slim, los Soros o los Trump fallan cuando
fallecen y toda su munición la dejaron cumplidamente atrás. Disfrutaron el
famoseo y la fortuna en vida como, de otra parte, debe ser puesto que más
tarde, sepultados y podridos, la destreza o la competencia se esfuman y su
nombre, debilitado, resuena apenas entre las paredes del mausoleo.
Nada cierto para los
creadores, todo concreto para los inversores. El artista ha creído a veces, en
el colmo de su delirio, que estaría destinado a crear un mundo nuevo. Al
empresario le bastaría, sin embargo, con aprender a sacarle jugo al que hay.
¿Y qué? ¿Qué más se
puede pedir? Todos los artistas ya muertos (ahogados, suicidados o asesinados)
y ahora famosos parece que murieron catastróficamente pero, paradójicamente, lo
hicieron, edificando el castillo de su eternidad.
Sin hacer distingos,
todos los artistas, buenos o malos, creyentes o ateos, aciagos o no, viven
anhelando un fin sin fin. Ladran, en suma, para sí como perros hambrientos que
en el mejor de los casos, en el caso superlativo, obtienen, como Miguel de
Cervantes, su buena pitanza tras haberse desmayado por los senderos de aquí.
Vicente Verdú
Ps.- L’obra que encapçala el post és “Homenatge a Van Gogh” (1970).
És de l’Eduard Comabella i el tenia a la seva tauleta de nit. Me’l va regalar
quatre dies abans de morir i evidentment mai vaig intuir el missatge implícit. És
una de les obres més preuades de la meva petita pinacoteca particular.
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