El meu pare era home saberut. D’entre
els molts temes que dominava estava la grafologia, una ciència que ell aplicava
també com a punt de valoració en la crítica artística. M’aconsellava tot dient
que sempre s’havia d’examinar la signatura y analitzar la seva correspondència
amb l’obra presentada. En el cas de discrepància, obra gestual / expressionista
i signatura racional, o a l’inrevés, segons ell era indicatiu d’una falsedat
creativa. I si un artista era fals la seva obra també i per tant el qualificatiu
crític hauria de ser negatiu.
Segueixo fixant-me en el detall
així com m’interesa molt la col·locació de la mateixa en el conjunt de l’obra
que no és qüestió baladí ans el contrari.
Per això m’ha agradat molt l’article
que publicava Vicente Verdú en el País i que reprodueixo a continuació. Crec
que és d’aconsellada i obligada lectura per a qualsevol artista.
La firma del cuadro
La firma y el autorretrato proporcionan
a los expertos importantes datos sobre el pintor. Pero existió un artista
supremo, Velázquez, que si se autorretrató en dos grandes cuadros, Las Meninas y La rendición de Breda, mantuvo el gusto de no firmar.
La firma o no del cuadro no es, como en
la literatura, un asunto menor. Hacerlo en el envés suele disgustar al cliente
pero deja la imagen liberada de la peste de su autor. Hay, sin embargo, de
todo. Pintores como Gauguin, Degas o Manet firman con un grafismo que da la
cara y varios de ellos, como Picasso o Bacon, enaltecieron su rúbrica incluso
con una raya, a modo de pedestal.
Una cosa es que el pintor pinte bien y
otra que suspenda en caligrafía. Van Gogh, el más conspicuo y culto de todos,
hizo de sus rúbricas una fiel miniatura de su estilo porque sabía, como gran
lector, que el remate es parte inseparable de la hechura poética.
Pero este resultado, coherente con la
estética integral, no se cumple siempre a pesar de los esfuerzos del artista.
En estos desdichados casos el cuadro sangra herido por el adefesio. O también,
en el caso contrario, una firma de Ráfols Casamada acentúa la serenidad y
delicadeza de la obra. Otros buenos pintores, como Bores, son coherentes con sus
creaciones, más o menos sosas, y se rubrican sin sal.
Firmar con el nombre entero está al
alcance de muy pocos y hacerlo, en ocasiones, con un punto tras el nombre
propio es un recurso escolar. Los de mayor enjundia actual prefieren valerse
ahora solo de las iniciales y dejar la obra, tal como Navarro Baldeweg (NB), en
la línea de la LV de Louis Vuitton.
Y aquí empieza el escalón. Porque si
Louis Vuitton o Yves Saint Laurent confían su logo al poder de las capitulares,
o bien, hacen de los nombres propios ornamentos propios, al estilo de Ford,
Nissan, Nike, Adidas o Gap ¿cómo eludir esta estética imperiosa y visual?
¿No habrá llegado ya el momento en que
los cuadros plasmen el nombre del artista en la superficie y no en un ángulo
caduco. No en tímida miniatura sino en un glorioso striptease presidencial.
Y no diré más. Yo, como pionero de todo
esto, he empezado a firmar mis últimos cuadros con el nombre completo a la
manera de Prada o el Hacendado. No soy apenas nada (por ahora) pero ¿cómo dudar
de que me imitarán? Barceló, Basquiat y los grafiteros hicieron esto aunque con
otra intención. La mía, no obstante, es llevar a la superficie el fondo de la
cuestión. O como Andy Warhol dijo, refiriéndose a nuestra poscultura: “Soy una
persona profundamente superficial”. Es decir, el más del más allá. No fue el
primero en darse cuenta puesto que ya Paul Valéry afirmaba: “Lo más profundo
del hombre es la piel”.
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