Que Javier Marías diu les veritats del barquer no hi ha dubte per
més mania que alguns li tinguin per no ser d’aquí i no acabar de combregar amb
el “procés”. Però sigui com sigui les diu tan clares i profundes que
generalment és difícil refutar-ho. Com
avui en aquest article de EPS que us aconsello amb tot plaer.
MIRA LO QUE HAGO
No por sabida la situación, impresionaba menos la fotografía que
ilustraba el reportaje de Guillermo Altares del 1 de octubre en este diario:
una patulea de sujetos ante La Gioconda, en el Museo del Louvre. El
batiburrillo es tal que cuesta individualizarlos y contarlos, pero creo que son
unos treinta (más no captaba el objetivo, pero seguro que más había), de los
cuales sólo tres se puede asegurar que estén mirando –intentando mirar, mejor
dicho– el pequeño cuadro. Mirándolo de veras. El resto está dedicado a hacerle
estúpidas fotos con sus estúpidos móviles. Aún habría sido posible una imagen
más escalofriante o deprimente, por lo que relataba el reportaje: la de una
patulea equivalente dándole la espalda al famoso retrato (no muy atractivo,
según mi criterio) para hacerse un selfie en el que se viera a cada visitante
con la pintura al fondo, como adorno. Las últimas veces que estuve en esa sala,
hace ya años, el panorama era desolador, pero no tanto. La gente se agolpaba
ante La Gioconda –no recuerdo si se permitía fotografiarla entonces–, mientras
desdeñaba uno o dos cuadros más de Leonardo da Vinci que se hallaban allí
mismo, no digamos las maravillas de otros maestros repartidas por el museo.
Pero al menos la marabunta no daba la espalda al objeto de veneración
superficial, es decir, la “obra maestra” no había pasado a ser un mero
escenario, un mero decorado de lo verdaderamente importante: uno mismo.
Es innegable que una de
las causas de la imbecilización del mundo es la publicidad; que la humanidad
lleve décadas sometida a ella –a un perpetuo bombardeo de ella– ha traído sus
consecuencias. Mucha gente quiere ser cada vez más como la gente de ficción (y
cretina) de la mayoría de los anuncios televisivos, y éstos han popularizado
dosslogans particularmente nefastos: “Yo estuve
allí” y “Este es un acontecimiento histórico e irrepetible”. Se considera
“acontecimiento histórico” cualquier chorrada; desde la entrada de una
tonadillera en la cárcel hasta la primera vez que Messi sale al campo
disfrazado de senyera. Y sí, claro, todo es “histórico e irrepetible”, también
este trivial momento en que yo escribo este artículo, pero a quién diablos le
importa tamaña insignificancia. A cada individuo que presuma de “haber estado
allí”, sea “allí” el Camp Nou con Messi vestido de bandera o la caída del Muro
de Berlín en su día, habría que contestarle con crueldad merecida: “¿Y? ¿Tuvo
usted alguna influencia? ¿Habría dejado de suceder la cosa si se hubiera
ausentado? ¿Es usted mejor por haber formado parte de una masa? ¿No sabe que
por televisión millones han visto lo mismo y podrían afirmar haber estado
también allí, aunque no fuera cierto, y contarlo probablemente con más
detalle?” Supongo que para combatir esta última pregunta están los selfies: “He
aquí la prueba, véanme con La Gioconda como ornamento, o con el Adán de Miguel
Ángel y su dedo”. Pero claro, resulta que la Capilla Sixtina recibe actualmente
22.000 turistas diarios, y nunca hay
menos de 2.000 personas allí congregadas, una permanente muchedumbre. ¿Qué más
da que esté usted ahí, sin mirar los frescos, si su supuesta “unicidad” la
comparten millares a diario?
Todo es raro y
contradictorio hoy en día. Demasiada gente ingenua se ha convencido de que cosa
que cuelga en las redes (Facebook, Twitter o lo que sea), la va a contemplar el
universo mundo, cuando lo más seguro es que pase tan inadvertida como las
sesiones de diapositivas a que antaño se sometía a cuatro amistades cuando
nuestros padres volvían de un viaje, o como los comentarios que se hacían en el
café ante los compinches habituales. La gente está demasiado ocupada colgando
sus fotos y lanzando sus tuits para molestarse en ver o leer los de los demás.
El lema de nuestro tiempo debería ser: “Cada loco con su tema”, y el único tema
–y de todos– es uno mismo. “Mira lo que me voy a comer”, y envían foto de un
plato. “Mira dónde estoy”, y envían la de un vertedero o una puerta o la
espantosa estatua gigante de una rana en el Paseo de Recoletos (ya hablé de esa
afrenta). “Mira con quién estoy”, y arrojan la de un locutor o caricato con los
que se han topado en la calle. “Mira lo que estoy viendo”, y ahí van sus selfies ante La Gioconda, proclamando que
pueden estar viéndola, pero desde luego no mirándola.
Todo esto recuerda a los
niños pequeños que precisan la constante atención de la madre o el padre:
“Mamá, mira lo que hago”; “Mira, papá, ahora sin manos”. El niño necesita
testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y existe
(todavía se está acostumbrando a la novedad, y requiere confirmación incesante:
¿verdad que no soy una figuración, pues hago cosas y las veis?). Esa
inseguridad inicial solía pasarse, y bastante pronto. Ahora da la impresión de
que no se pasa nunca, de que las personas exigen contar con espectadores y
espejos de todas sus actividades, hasta de las más vulgares. Un síntoma más de
la creciente e inacabable puerilización del mundo. Uno se pregunta a veces si
quedan muchos individuos capaces de disfrutar de algo sin ser contemplados en
su disfrute. De un paseo, de un paisaje, de una obra maestra pictórica que no
sea banalmente célebre, de un edificio o rincón en el que uno fije la vista por
su cuenta, sin que se los hayan señalado una página web o una guía. Si queda
algo autónomo y que se aprecie en sí mismo, y no como decorado de nuestro
insaciable narcisismo.