Una reflexió que jo crec molt interessant i que us
aconsello a llegir
ESTO DE LOS MUSEOS Y EL ARTE
Es fácil imaginarse la escena. Un grupo de personas vestidas con
abrigos, guantes y pasamontañas avanzando con dificultad por un paisaje nevado
en el que no se ven caminos ni carreteras, casas ni ciudades. Son los
sobrevivientes de una glaciación que ha borrado todo vestigio de vida humana y
civilización. Previsiblemente en vida por un extraño azar, han crecido sin
contacto con la memoria milenaria del pasado. Buscan, parece que
infructuosamente, alguien como ellos o algún rastro de la vida de quienes les han
precedido. En vano, porque no encuentran nada ni nadie. Es el comienzo de un
cómic fascinante, del cual me habló por primera vez el profesor Ivan Pintor:
Periodo glaciar, de Nicolas de Crécy.
De repente, sin embargo, un desplazamiento tectónico hace emerger lo que reconocemos como una cúpula, aunque a ellos sólo les provoca estupefacción. Otra sacudida de tierras acaba por hacer visible la parte superior de un edificio gigantesco que identificamos con el antiguo palacio real que hoy hospeda las colecciones del Louvre. Ellos, sin embargo, no lo saben. Y, cuando entran en las salas, descubren unas cosas muy extrañas: imágenes que no saben lo que son ni lo que representan, pero que enseguida intuyen que son restos de una antigua civilización. Y empiezan a hacerse preguntas: ¿eran así los que antes vivían aquí? ¿Quién hacía estas imágenes incomprensibles y por qué? Aquella gente, ¿no sabía hablar y se decía cosas pintando? Algunas son maravillosas, pero otras les horrorizan.
De repente, sin embargo, un desplazamiento tectónico hace emerger lo que reconocemos como una cúpula, aunque a ellos sólo les provoca estupefacción. Otra sacudida de tierras acaba por hacer visible la parte superior de un edificio gigantesco que identificamos con el antiguo palacio real que hoy hospeda las colecciones del Louvre. Ellos, sin embargo, no lo saben. Y, cuando entran en las salas, descubren unas cosas muy extrañas: imágenes que no saben lo que son ni lo que representan, pero que enseguida intuyen que son restos de una antigua civilización. Y empiezan a hacerse preguntas: ¿eran así los que antes vivían aquí? ¿Quién hacía estas imágenes incomprensibles y por qué? Aquella gente, ¿no sabía hablar y se decía cosas pintando? Algunas son maravillosas, pero otras les horrorizan.
La historieta nos devuelve la extrañeza primigenia ante del objeto artístico. Las pinturas y esculturas, por costumbre, ya nos parecen las cosas más naturales del mundo. Pero no lo son. Hoy tenemos las obras de arte en paredes, en los museos, palacios e iglesias, convenientemente protegidas, indicadas, codificadas y, ¡ay!, fosilizadas. Las vemos como productos culturales o como reclamo turístico. Pero la producción de imágenes visuales, eso que hoy llamamos arte, es uno de los fenómenos más sorprendentes, imprevisibles y, en parte, todavía hoy enigmáticos de toda la historia de la humanidad. Objetos lanzados al futuro con buena parte de sus misterios todavía intactos. En su pura materialidad, sin el sentido que tenían y que todavía pueden tener para nosotros, no son casi nada, sólo cosas, más o menos bien hechas.
John Dewey fue el primero, en su libro Arte como
experiencia (1934), en señalar que los objetos artísticos, arrancados de la
experiencia que los produjo, quedan aislados por muros de incomprensión que
imposibilitan acceder a ellos. Y, por eso, reclamó como primera condición para
suscitar el sentido, sin el cual no son nada, la necesidad de restaurar su
vínculo con la experiencia humana y cultural en la que surgieron. Sólo si
sabemos, aunque sea provisionalmente, lo que eran, es decir, lo que
significaban para los primeros que las vieron y vivieron, podremos revivirlos
de nuevo. De lo contrario, son como libros escritos en un alfabeto que somos
incapaces de descifrar.
Hoy el turismo de masas y la perversión de lo que llaman industrias culturales han convertido los viejos museos, y de rebote también los nuevos, en contenedores de objetos que, en el mejor de los casos, pueden entretenernos u otorgarnos una pátina cultural. Pero las obras de arte no pueden ser, para los museos ni para la gente que los visita, sólo objetos para ocupar el tiempo libre. Nicholas Penny, el director de la fabulosa National Gallery de Londres, declaró, cuando lo nombraron, que la visita a un museo proporciona al mismo tiempo placer y conocimiento, y que eso reclama esfuerzo, como la lectura de un libro. Sin esfuerzo no hay conocimiento, pero tampoco, en sentido propio, placer. Y el esfuerzo tiene que venir por parte de quien se acerca, claro está, pero también del propio museo: para explicarse, sin paternalismos, y para establecer dispositivos y estrategias de intermediación que traten a sus visitantes como sujetos activos y maduros capaces de movilizar la propia experiencia en la aventura de descubrir la vida que aquellas obras vehiculan y de actualizarla.
Viene todo eso a cuento a raíz del estreno de una
película prodigiosa, actualmente en las salas: National Gallery, dirigida por
un cineasta lúcido y atrevido, brillante y estimulante, en la plena madurez de
sus ochenta años, Frederick Wiseman. Tres horas de cine con mayúsculas,
filmadas en una de las mejores pinacotecas del mundo, que nos introducen, a
través de las voces de los historiadores del arte y conservadores, de los
restauradores y de los propios visitantes, en el corazón de la experiencia
artística. Ante algunas pinturas extraordinarias, la cámara convoca placer y
conocimiento gracias a saber restaurar el vínculo que liga el arte a la vida.
La película de Wiseman, aparte de sus indiscutibles cualidades fílmicas,
muestra una actitud que bien podría ser considerada como ejemplo y modelo de
una pedagogía radical: aquella a la que tendrían que estar obligados los
museos, claro está, pero también medios de comunicación, historiadores del
arte, críticos y todas las instancias de mediación cultural. Tenemos entre manos
realidades vivas que, demasiado a menudo, tratamos como fósiles. Ver National
Gallery y pensar lo que en el filme se dice, precisamente en unos días en que,
de manera grotesca, parece que sólo se pueda hablar de los museos cuando se
produce algún problema de mera gestión, francamente, es lo que más se acerca a
una utopía a la cual, por salud colectiva, tendríamos que aspirar todos.
Xavier Antich
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